Las mujeres estamos acostumbradas a convivir a diario con la violencia. Se le llama violencia de baja intensidad y es la base para que ocurra la extrema, es decir, la que acaba con el asesinato, cada año, de decenas y decenas de mujeres en este país, y también de niñas y niños, a manos de hombres.
«Es violencia tener menos oportunidades laborales, pese a ser el 60% de las personas universitarias y obtener mejores expedientes, que se nos pague menos por el mismo trabajo, que se nos pregunte si queremos tener descendencia o cuestionarnos si no la queremos, o dar por hecho que sobre nosotras deben de recaer en mucha mayor medida las tareas del hogar»
Hemos naturalizado tanto esta violencia cotidiana que incluso no es percibida por muchas mujeres. Las personas que nos hemos formado en feminismo posiblemente tengamos una mayor capacidad para detectarla, pero en todas nosotras, sin excepción, hay un aprendizaje sobre cómo tenemos que comportarnos, actitudes que hemos interiorizado de manera natural para evitar ponernos en riesgo. Todas sabemos que, en función de quién tengamos delante, es mejor callar. Por si acaso.

Sabemos quitarle importancia a un chiste o a un comentario machista, no sea cosa que nos quedemos fuera del círculo de amistades, del grupo del trabajo o de la familia. Nos cambiamos de asiento en el metro cuando vemos a un grupo de chicos vociferando, pasados de alcohol, o simplemente celebrando la victoria de su equipo de fútbol. También sabemos hasta dónde podemos tontear en una discoteca. ¿Acaso nos atrevemos a actuar como ellos? A nosotras nos toca ser menos expansivas (cuanto más discretas y menos espacio ocupemos, sabemos que mejor nos irán las cosas), menos vehementes (porque no queremos que se nos cuelgue la etiqueta de locas o histéricas) y, en caso de discusión, detectamos cuándo la fiera del que tenemos delante asoma, y por eso evitamos corregir a quien no está en lo cierto o contestar a quien se lo merece.
A todas nos han dicho que es mejor no cabrear a papá, y así lo hacemos, o que no volvamos solas a casa por la noche, y entonces enviamos un mensaje para decir que hemos llegado bien. También sabemos que a nosotras nos va a costar mucho más que a ellos que nos escuchen y nos crean, y aprendemos por dónde es mejor no ir, a qué hora o con quién. Las salas de musculación en los gimnasios son territorio masculino, y no es que no queramos estar en ellas, lo que pasa es que no nos apetece ser observadas, intimidadas o fiscalizadas. ¿Y qué pasa en esos bares donde sólo se ven hombres? Ahí, sin que nadie nos lo diga, sabemos que es mejor no entrar. En definitiva, todas nosotras, desde bien pequeñas, tenemos perfectamente identificados a quienes nos pueden insultar, humillar, incomodar o agredir: los hombres.
También es violencia tener menos oportunidades laborales, pese a ser el 60% de las personas universitarias y obtener mejores expedientes, que se nos pague menos por el mismo trabajo, que se nos pregunte si queremos tener descendencia o cuestionarnos si no la queremos, o dar por hecho que sobre nosotras deben de recaer en mucha mayor medida las tareas del hogar o el cuidado de personas dependientes.

A toda esta violencia de baja intensidad, que sufrimos absolutamente todas las mujeres, le sigue otra a la que denominamos de media intensidad. En ella ya hay contacto físico, como una bofetada, un puñetazo o una patada. Después viene la otra, la que se da en España con una frecuencia media de dos veces a la semana y que tiene visibilidad en los medios de comunicación, aunque nunca de manera correcta porque ya sabemos que las portadas nunca son para nosotras. Según Feministes de Catalunya[1], 3 niñas, 1 niño y 79 mujeres han sido asesinadas por hombres en lo que va de año. Algunas habían denunciado a sus parejas o ex parejas, pero otras no lo habían hecho por temor a que las consecuencias fueran aún peores. Algunas habían conseguido que ellos tuvieran órdenes de alejamiento, pero la gran mayoría no contaban con esta protección porque los jueces y juezas también han normalizado la violencia diaria que se supone que tenemos que aguantar sin rechistar, por lo que casi nunca ven un verdadero peligro donde realmente lo hay.

La filósofa feminista Amelia Valcárcel sostiene que cada sociedad tiene el grado de violencia que es capaz de soportar. Y así es. En los países nórdicos, por ejemplo, darle un bofetón a una hija o hijo es considerado violencia extrema, y tiene sus consecuencias. La vara de medir allí es otra porque esas sociedades no toleran lo que aquí consideramos normal o sin importancia, lo que indica lo mucho que todavía nos queda por hacer. Y ese trabajo, el de quitarnos de encima todas las violencias que soportamos a diario, nos toca hacerlo a nosotras, como siempre, porque de ellos ya casi nada esperamos.
Este próximo 25N volveremos a salir a la calle para recordar a todas las que ya no están. Ese día, en las plazas de nuestros pueblos y ciudades leeremos sus nombres, guardaremos silencio en su memoria, nos emocionaremos, aplaudiremos un manifiesto que dirá casi lo mismo que el de hace veinte años, y continuaremos trabajando, cada una desde donde podamos, para exigir el fin de esta violencia que no cesa. Y eso pasa por poner coto a la primera y más común de todas las violencias. Sin ella, como afirma Valcárcel, la violencia media nos parecería grave y la extrema casi no existiría. Para ello, tenemos que conseguir que esta violencia de baja intensidad sea reconocida por la sociedad, al igual que logramos no sólo visibilizar, sino generar una gran repulsa social hacia la violencia extrema. Si lo conseguimos, habremos dado un paso de gigante para evitar los asesinatos machistas.
[1] Esta organización, referente para el movimiento feminista, contabiliza todos los asesinatos de mujeres por parte de hombres, sea como sea su relación, a diferencia del Ministerio de Igualdad que sólo tiene en cuenta los feminicidios íntimos, es decir, aquéllos en los que la víctima tenía o había tenido una relación de pareja con el asesino.
La autora señala que el próximo 25N es momento para poner coto a la primera y más común de todas las violencias la violencia de baja intensidad. Si lo conseguimos, habremos dado un paso de gigante para evitar los asesinatos machistas.









